28 de febrero de 2017

No me llames Moana, llámame Lola

Las luces vuelven a encenderse, la cámara vuelve a rodar y la traducción vuelve a importar en el único blog que anuncia su vuelta en octubre y no publica una entrada nueva hasta el último día de febrero. No es por excusarme, pero dicen que el tiempo es relativo, ¿no? Y, si alguien sabe de relatividad, esos son los traductores.

Al contrario que en las matemáticas, en traducción es muy difícil que dos más dos sume cuatro. A no ser que se trate de un cuatro muy bien argumentado, claro. Un mismo problema puede tener cientos de soluciones válidas, y aquí lo que importa es saber explicar de una forma convincente por qué te has decidido por una de ellas. Y, claro, ya os podéis imaginar que esto da pie al debate (un pie de, por lo menos, Pau Gasol). De hecho, hoy vamos a hablar de uno de los aspectos más discutidos dentro de esta disciplina: la traducción de los nombres propios. Prometo que, por una vez, esto no es una excusa tonta para volver a hablar de superhéroes. Es una excusa tonta para hablar de Disney.

Por alguna razón que desconozco, se ha extendido entre nosotros la idea de que los nombres propios no se traducen. En realidad, hasta el mismísimo Iker Jiménez tendría problemas para defender esta leyenda urbana. Como ya hemos anunciado, todo dependerá del caso. Pese a que la mayoría de ellos no presentan ningún significado, algunos sí que ofrecen connotaciones que sería ideal conservar en la transferencia a otro idioma. No es lo mismo llamarse «Harry» que «The Dude» o «The Big Lebowski». Es probable que haya que meter mano en aquellos nombres que contengan cierta carga semántica e indiquen alguna información sobre su dueño.